Julio Cortázar
(1914-1984)
Los amigos
(Final del juego, 1956)
http://www.literatura.us/cortazar/amigos.html
(1914-1984)
Los amigos
(Final del juego, 1956)
http://www.literatura.us/cortazar/amigos.html
En ese juego todo tenía que andar
rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el
Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos
minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de
Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su
departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última
vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese
entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de
que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando
en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero
no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la
cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera
ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora;
quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un
poco viejo. De todos modos la torpeza dé la orden le daba una ventaja: podía
sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de
Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse
con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que
Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o
sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto
(que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el
tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era
debido —y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría
despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno
cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público
para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.
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